EL BIEN COMÚN POLÍTICO
di Fèlix Adolfo Lamas
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El bien común estrecha los vínculos de la ciudad, mientras que el particular los disuelve. [..] conviene tanto al bien común como al particular que aquél esté mejor atendido que éste. Platón, Las Leyes, L. IX, 875ª.
I.- INTRODUCCIÓN
Si por crisis se entiende ruptura, crítica negativa, dialéctica de las antinomias o momento o episodio crucial en el que algo juega su existencia, parece evidente que la nuestra es una época de crisis que tiende a abarcar la totalidad de la vida humana. En el ámbito político ella se manifiesta como crisis del Estado, de la autoridad, del pensamiento y, en definitiva, de la legitimidad, justificación o validez de los fenómenos políticos. Tradición y crisis, con su ambivalencia dialéctica, integran nuestra experiencia histórica.
Desde finales del Medioevo hasta nuestros días, la crisis política se ha ido desarrollando según un esquema dinámico semejante a éste:
-De la pólis comunitaria al Estado como estructura o maquinaria de control social;
-de la autoridad, como potestas regendi a poder en cuanto fuerza;
-de la autarquía de los fines humanos a la soberanía como centralización del poder no sujeto a una ley superior;
-del reconocimiento de la naturalidad de la vida política, expresada en las instituciones tradicionales, a la artificialidad del contrato;
-de lo concreto de la vida humana a la abstracción revolucionaria;
-de la verdad de los bienes y fines, al relativismo de los medios y al escepticismo respecto de los fines;
-de las formas naturales, justas o legítimas de organización de las magistraturas públicas a estructuras de organización del poder, con el acento puesto en lo instrumental y procesal;
-de un pensamiento político sapiencial a una mera técnica;
(Y podrían seguir las antinomias dinámicas de la crisis…)
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La política, en su sentido clásico, es, sin dudas, algo más que una técnica estatal; tampoco el Estado (la pólis) es sólo una maquinaria destinada al control social. Por el contrario, la política constituye una dimensión de la vida del hombre que consiste en un modo de afrontar los problemas de la convivencia humana desde una óptica global y sintética, que no es otra que la perspectiva del bien común. Cabe sintetizar de este modo, una de las tesis centrales del pensamiento político de Francesco Gentile[1].
Pero lo dicho en el párrafo anterior no implica dejar de lado la consideración de la pólis, la civitas, la respublica o el Estado, sino exclusivamente la perspectiva distorsiva de lo que Gentile denomina geometría política. El aspecto institucional, al que responde el tema del Estado, es el factor estabilizante del dinamismo vital; algo así como la extensión o continuación de la naturaleza humana -en el orden disposicional- en la vida social. Es decir, así como las disposiciones y los hábitos son cualidades que inhieren en las personas, como determinaciones de las facultades, así las instituciones constituyen verdaderas disposiciones de las conductas interactivas que conforman la trama social. De ahí la fecundidad del paradigma[2] del hombre grande (la pólis) y la pólis pequeña (el hombre individual) que permite discernir ambos conceptos e inteligir las proporciones intrínsecas de ambas realidades esenciales. Desde esta perspectiva, también el bien común es el fin y el criterio fundamental.
De esta cosa que es la política, como una dimensión de la vida humana convivida -y no una dimensión cualquiera, sino la suprema, en el orden de la perfección- depende el concepto de la política como un cierto saber acerca de esa cosa; saber que, de alguna manera, la integra, la constituye o la modifica. Y que, en términos escolásticos, tiene como objeto esa cosa y como fin (u objeto formal práctico) el bien común.
II.- APROXIMACIÓN PLATÓNICA AL BIEN COMÚN
No puede haber una medida común que a la vez no lo sea de lo diverso, ni es posible la convivencia, y ni siquiera la “máquina” política, sin una cierta voluntariedad o consenso de quienes están juntos y hacen algo juntos. Ésta es una buena aplicación que hace Gentile de la dialéctica platónica. Ahora bien, señala el padovano con acierto que este consenso no debe confundirse con el contrato social, ni siquiera como un mero concurso de voluntades. Es algo más. La convergencia de voluntades presupone una visión común y algo efectivamente común, que será precisamente el fundamento del consenso y del vivir juntos. Como se ve, el autor evoca aquí sin nombrarla la doctrina aristotélica de la homónoia (literalmente: espíritu, sentir o visión común), que fuera luego transcripta al latín como concordia[3].
Queda claro, pues, que no puede haber vida social sin una medida común de lo justo y lo injusto, de lo lícito y de lo ilícito, de lo conveniente y de lo nocivo para el hacer común. Dicho en términos aristotélicos, no puede haber vida social si no hay intercambios, y no puede haber intercambios sin un mínimo de reciprocidad, ni puede haber la igualdad que está implicada en la reciprocidad sin una medida común. Esta medida común puede ser convencional e inmediata, como la moneda, pero en definitiva debe haber una última medida común, un criterio del que dependen las medidas inmediatas. La comunidad humana no puede existir, pues, sin cosas comunes y sin una visión en común de dichas cosas. Comunidad que es condición de lo diverso, pues sólo tiene sentido hablar de diversidad a partir de algo común; y viceversa. La inteligencia de esto es la dialéctica política. Ahora bien, esta atribución o reconocimiento de lo común y lo diverso en la vida comunitaria exige una justa medida común que es, claro está, una medida racional, que se resuelve en el Bien, como fusión de belleza, proporción y verdad; estamos hablando del bien común.
Dice Gentile que “el verdadero problema político está constituido por el reconocimiento del bien común que, en definitiva, no es sino el reconocimiento en común del Bien”[4] (la mayúscula usada indica claramente la referencia a la Idea platónica del Bien, con todo lo que ella implica). Es platónica también la analogía que establece entre el bien común y el concepto. Del mismo modo que el concepto es un principio regulador del conocimiento humano que a la vez que unifica las experiencias anteriores queda abierto a las experiencias nuevas, el bien común -que nunca puede ser entendido como entidad actual o plenamente poseída-, ejercita su función de modelo para el gobierno de toda comunidad, “punto límite de por sí inalcanzable y sin embargo orientador de la acción política”. Se advierte aquí la radical problematicidad de la experiencia política y la necesidad de la inteligencia dialéctica.
La justa medida, en tanto medida común justa, y el bien común, identificable al límite con la Justicia en la pólis, conducen naturalmente a la inteligencia o dialéctica política a la consideración del derecho natural. El obstáculo que se presenta en el pensamiento contemporáneo en este punto es el empobrecimiento metódico del concepto de naturaleza, que es consiguiente a la actitud “desubstancializante” y operativa de la ciencia moderna. Gentile reiteradamente llama la atención acerca de la vinculación del positivismo jurídico con lo que él denomina geometría legal, es decir, con la asunción, de parte de la Política y del Derecho, del modelo matematicista e hipotético-deductivo de la física-matemática. Restablecida la idea de naturaleza, salta a la vista que es la naturaleza que los hombres tienen en común lo que constituye el fundamento de sus respectivas obligaciones y de toda norma. Es esa naturaleza común, en definitiva, lo que hace que haya un bien común y una medida común.
Queda afirmada así la estructura teleológica del hombre, de la vida humana, de la comunidad política y, más en general, de todas las cosas.
Quedan establecidos también los tres principios supremos del Derecho natural y de toda la Ética:
1°) Dios, y no el hombre, es la medida de todas las cosas, como se dice en Las Leyes[5], como definitiva refutación del relativismo antropológico de Protágoras. Dios que, en el contexto de La República, es la Idea del Bien, de la que procede, por participación (y creación, según el Timeo), el ser, la esencia (o naturaleza) y la bondad inmanente de todas las cosas. Éste es el principio trascendente, que fuera expresado por San Agustín y toda la Escolástica como identificación de Dios con la ley eterna.
2°) Debe obrarse de acuerdo con la naturaleza (κατά φύσιν).
3°) Debe obrarse de acuerdo con la razón (κατά λόγον).