¿ES EL BIEN COMÚN UN CONJUNTO DE CONDICIONES?
di Sergio Raúl Castaño
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas (Argentina)
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Abstract
The thesis that defines “common good” as a set of conditions is quite common among authors and theories that consider themselves as “classical”. Nevertheless, this definition, in its two most common forms (as promotion of particular goods and as the set of necessary condition for the development of human person) collides with the classical concept of common good, because it subordinates society to its parts. The key to a correct answer to the problem is the distinction between the end “qui”, “quo” and “cui” as presented in the works of Louis Lachance and Avelino Quintas, among others.
Al Profesor Francesco Gentile,
universitario y caballero
I. PLANTEO DE LA CUESTIÓN QUE NOS OCUPARÁ
Dentro de las escuelas clásico-finalistas (vinculadas doctrinalmente con la tradición política tomista) que en principio aceptan al bien común político como causa final del orden político y a la politicidad como una propiedad de la esencia humana no hay acuerdo –en especial hoy- respecto de la naturaleza y de la función de aquel fin común.
Como veremos en estas líneas, la afirmación de que el bien común consiste en un conjunto de condiciones para la perfección de las personas (y otras formulaciones reconducibles a la misma idea) entra en conflicto con 1) la tesis axial tomista de la politicidad natural; 2) la afirmación de que la sociedad (política) tiene, en tanto tal, existencia real; 3) el conocimiento moral del hombre que obra con rectitud.
II. CONJUNTO DE CONDICIONES Y POLITICIDAD NATURAL
1. Una problemática inteligencia – y formulación – del concepto de bien común
Tómense algunos casos significativos: a) un relevante filósofo del derecho iusnaturalista como John Finnis. El catedrático de Oxford y de Notre Dame determina, sí, que el elemento constitutivo de un grupo como familia, equipo, Estado etc., consiste en compartir un objetivo, al cual se le llama “bien común (common good)”. Mas este fin constitutivo (causa final) viene definido como conjunto de condiciones (“set of conditions”) que capacita a los miembros de un comunidad para alcanzar por sí mismos los valores que buscaban al nuclearse [1] ; b) un influyente filósofo social e internacionalista del pasado siglo, como J.-T. Delos. En su clásica obra La société internationale et les principes du droit public define a la causa final del Estado –el bien común- como el conjunto completo de las condiciones (“l’ensemble complet des conditions”) materiales y morales para la vida y el desarrollo de los hombres [2] . Tal había sido, asimismo, su concepción del bien común en la muy influyente traducción comentada de la Suma Teológica del Aquinate; c) un moralista como Victor Cathrein. Este autor, en las innumerables ediciones de su conocido manual -que comienzan en 1895-, ha afirmado que la causa final de la sociedad política debe definirse como el conjunto de las condiciones requeridas (“complexus condicionum requisitarum”) para la felicidad de los miembros de la sociedad [3] .
Tal concepción acerca de la causa final del grupo (en particular, en lo referente al Estado -entendido aquí como comunidad política-) aparece habitualmente recogida por la filosofía política y jurídica hispanoamericana. Así, podemos citar el ejemplo que ofrecen dos ilustres académicos y hombres públicos, como el filósofo y presidente de la corte suprema de justicia de la República Argentina Tomás Casares [4] y el catedrático y padre de la constitución chilena Jaime Guzmán Eyzaguirre [5] .
Digamos desde ya que semejante caracterización de la naturaleza y de la función del fin común –malgrado su relativa vigencia doctrinal- resulta problemática. En efecto, como se mostrará brevemente infra, en esta concepción el fin común como causa final de la sociedad aparece incluso comprometido en su especificidad de causa y de fin.
Así pues, entre quienes sostienen la causalidad social del fin aparece una cuestión a dirimir, toda vez que dentro de esas corrientes finalistas no hay verdadera coincidencia in re (real, no meramente nominal) sobre cuál sea la causa final de la sociedad. Corresponde entonces, ineludiblemente, sopesar si acaso el bien común consiste en la protección de bienes y derechos particulares; y si acaso amerita ser acríticamente aceptada en sede científica la formulación del bien común como conjunto de condiciones para la perfección de las personas.
2. Sobre la tesis (madre) de la promoción y protección de los bienes particulares como fin de la comunidad política
a) Las aporías a que conduce
A partir de las posiciones últimamente presentadas cabe considerar la posibilidad de que el primer principio del todo político pueda ser reducido a una pluralidad de fines, o al conjunto de los fines de las partes -sean o no interdependientes-. Ése sería el caso si la causa final del Estado se redujese a los derechos y bienes individuales y grupales, tal como a veces se propone.
Ante esta posibilidad, resulta razonable poner de manifiesto algunos de sus presupuestos y consecuencias. Cada uno de los bienes comunes correspondientes a las sociedades infrapolíticas es específicamente inferior al bien común político. Y su reunión total no alteraría cualitativamente su carácter infrapolítico. Además, si el fin común político consistiese en el reaseguro de los fines infrapolíticos, entonces ya no se trataría de un fin en el que se estructura un orden de perfecciones -materiales y espirituales- participables, sino de tantos fines cuantas partes haya. Con lo cual se plantean ciertas dificultades. Por un lado, el fin que aúna y unifica no es uno ni unificante, porque no es causalmente común, y aparece como formalmente múltiple.
Por otro, no existe un fin distintivamente político, superior al reaseguro de los bienes grupales e individuales de las partes. Ambas dificultades comprometen la especificidad y la naturaleza de la realidad política, y son solidarias. La primera pone en tela de juicio la causación y la supraordenación de su fin propio; la segunda obscurece la necesidad de la vida política como promotora de un bien comprehensivo aunque cualitativamente superior al de los grupos y los individuos.
Es necesario recordar que la nota de común que se atribuye al fin de la sociedad política consiste en ser común por la causación. Se trata, concretamente, de una causa que atrae por modo de fin, y que produce efectos en todo miembro de la comunidad de la que es causa. El bien natural perfecto (político) convoca y perfecciona como un fin que no por común deviene ajeno. No es un universal lógico, sino, precisamente, aquello que extiende su causalidad más allá de un solo individuo gracias a su valiosidad intrínseca y a su riqueza perfectiva. En efecto, hay comunidad de causación si lo común es más perfecto que lo individual; en el plano de la causalidad final esto equivale a mayor plenitud de bien. Luego, si el fin político no es más perfecto que los fines infrapolíticos no hay causa final para la sociedad política [6] .
Ante lo cual se plantean nuevamente dos alternativas: o negar la existencia del todo de orden político (o sea, del Estado) debido a la carencia de un fin real y propio que lo origine –sobre este tema volveremos en el parágrafo III., sobre “Conjunto de condiciones y realidad de la sociedad política”-. O cuestionar el carácter natural de la sociedad política, tal como la tradición clásica y cristiana lo ha entendido. Porque para esa tradición la nota de natural referida a la vida política implica el hallarse primariamente abocada a la consecución de un orden específico de bienes exigidos por la naturaleza humana, y no a la evitación de daños o al subsanamiento de defectos.
Es decir, la aceptación de la natural politicidad implica la aceptación de que la vida política es un bonum honestum, un bien en sí, y no un remedio de males, a la manera en que paradigmáticamente lo planteó Rousseau: se sufre la vida política como quien sufre se le ampute un brazo para no morir de gangrena [7] . Esto equivale, por un lado, a la imposibilidad de resolver el fin político en el socorro circunstancial a otros grupos (de allí que el principio de subsidiariedad mismo se desvirtúe si se lo divorcia del de la primacía del bien común, llamado también “principio de totalidad”). Así como también, por otro lado, la afirmación de la natural politicidad impide explicar la presencia de lo político a partir de insuficiencias humanas contingentes -o de un avatar histórico- [8] .
b) Su filiación doctrinal
El principio de la politicidad natural del hombre conlleva necesariamente –lo reiteramos- la afirmación de que el fin de la sociedad política es un bien común propio y específico, irreductible y supraordenado respecto de todos los otros fines naturales de sus miembros. Ahora bien, si la función del orden político se reduce a proporcionar ayuda para que los grupos menores alcancen sus objetivos, luego el fin mundanal de los hombres resulta ser extra- (o pre-) político. Lo político fungiría como allanador de obstáculos, o removedor de impedimentos circunstancialmente atravesados en el camino de los grupos infrapolíticos. Estos parecerían ser, de suyo, autosuficientes. Pero se encontrarían necesitados de ayuda, y sobre todo de protección. Se plantea, aquí, una situación compleja: sociedades autosuficientes requerirían la presencia de otra que, sin un fin específico, les creara condiciones favorables y las protegiera. La causa de la vida política se identificaría, entonces, con la causa de que aquellas sociedades reclamen apoyo en sus desfallecimientos y protección ante peligros. Tal causa no sería, principalmente, sino la debilidad y maldad humanas.
Esta es, precisamente, la doctrina del fundador del liberalismo político, John Locke [9] . En efecto, toda su caracterización del estado de naturaleza en sentido estricto es el más decisivo argumento lockeano a favor de la suficiencia de la vida prepolítica. La aparición de lo político supone un estadio lógicamente ulterior, representado por la aparición de la maldad humana y la consiguiente caída en estado de guerra (donde se echa de ver la versión secularizada del dogma del pecado original). El Estado adviene y es exigido a partir de la necesidad de evitar las injurias mutuas y de proveer seguridad a los bienes asequibles por los individuos y los grupos fuera de la órbita política. Es un reaseguro histórico de la libertad primitiva y de sus fines particulares. Lo político aparece, así, como un remedio, en la medida en que sirve para paliar los defectos del estado de guerra y no para promover una órbita de perfecciones humanas superior a las perseguidas por los grupos domésticos o económicos.