EL BIEN COMÚN POLÍTICO
di Fèlix Adolfo Lamas

III.- LA CRÍTICA ARISTOTÉLICA

Hasta aquí tanto Aristóteles, como quienes seguimos la tradición aristotélica, estamos de acuerdo. Pero la cuestión que puede plantearse no reside tanto en lo que se acaba de afirmar, sino en lo que no se termina de decir. En otras palabras, ¿de qué bien se habla? ¿del Bien en sí o, lo que es lo mismo, de la Idea del Bien, de la que todos los bienes participan? En La República parece evidente que el bien común que opera como fin y principio es ni más ni menos que Dios mismo. ¿Pero, el bien común de la pólis, no es también el bien humano? En este caso, lo que queda por determinar es precisamente en qué consiste el bien humano que opera como bien común.

La crítica aristotélica[6] tiene diversos planos o razones[7] y, naturalmente, está estrechamente vinculada con su crítica a la doctrina de las ideas. En definitiva, se resume en que la Idea de Bien en sí, de la que participan todas las demás cosas que son buenas, no sirve para especificar ninguna ciencia, y nada nos dice en concreto respecto a la determinación del bien humano. Conviene advertir aquí, antes de continuar, que no se trata de que el Estagirita niegue que exista un bien absoluto, separado y trascendente; esto es algo que ve con lucidez Santo Tomás de Aquino[8]. La cuestión, esquemáticamente y, por así decirlo, terminológicamente actualizada en función del instrumental conceptual escolático y tomista, puede presentarse así:

a) En Platón no parece suficientemente clara la distinción del orden trascendental (idea del Bien, lo Uno, los principios, etc.) y el orden categorial. Y así como Aristóteles, en la Metafísica, acusa al platonismo de no distinguir la unidad matemática o numérica de la unidad que es propiedad de todo lo que es (unum como propiedad trascendental del ente), hace al comienzo de la Ética Nicomaquea la misma imputación respecto del bien. Entre el bien separado (Dios) y el bien categorial (el bien humano, por ejemplo, en su doble aspecto, óntico y moral, o la bondad ontológica de una rosa), hay una distancia infinita, y sólo la frágil y dialéca identidad analógica.

b) No hay, por lo tanto, una idea general del bien, si “general” se entiende en sentido predicamental; es decir, no hay una idea que signifique una esencia común del bien. En este sentido, Aristóteles anticipa con su crítica la invalidez de la nueva tentativa -consumada por la llamada filosofía de los valores- de resucitar la idea de un bien esencial (el valor) y participable por los entes, como principio constitutivo de su bondad o valiosidad.

c) No debe confundirse, pues, el bien en general (bonum in comune) como concepto análogo común, que significa lo perfecto y apetecible por cualquier apetito), con el bien común, que a su vez, como se verá, puede ser trascendente (Dios) o inmanente y categorial.

d) Ni debe confundirse tampoco la idea general (con generalidad predicamental) del bien con Dios como bien infinito y absoluto, del que participan su ser, bondad, unidad, etc., todos los entes (generalidad real-causal).

IV.- EL BIEN EN GENERAL

Comencemos la exploración en torno del concepto análogo y trascendental de bien, como propiedad del ente en cuanto acto y coextensible con éste.

Bueno es lo perfecto y, en razón de ello, amable[9]. Esta noción, así expresada, no es ni puede ser una definición porque está más allá de toda categoría. Sin embargo, está constituida por dos notas que describen con la máxima precisión posible en este campo ultraconceptual la índole general de lo bueno; una de ellas, la de perfección, opera como sustrato; la otra, la de amable, viene a fungir como nota formal. Ahora bien, dado que la perfección es el fundamento objetivo de la amabilidad de algo, es conveniente examinar previamente tal noción.

Perfecto, a su vez, según Aristóteles, significa:

1º) lo que es íntegro, lo que no defecciona en ninguna de sus partes (en este caso se piensa en un todo, es decir, en algo compuesto y, en esa medida, complejo);

2º) lo acabado o totalmente actualizado según su propia forma o esencia, es decir, lo máximamente excelente en su género (en este caso se piensa en algo compuesto de potencia y acto, o que estuvo en potencia y alcanzó su acto);

3º) lo que ha alcanzado su fin[10].

El esfuerzo analítico aristotélico parte de la identidad o proximidad semántica entre perfección y totalidad -como un momento de la experiencia del ente finito- y se resuelve en la noción de acto (enérgeia, enteléjeia). Santo Tomás de Aquino alcanza, por su parte, una formulación más límpida y de mayor generalidad: “Perfectum autem dicitur, cui nihil deest secundum modum suae perfectionis”[11].

El Aquinate, comentando a Aristóteles, formula una distinción de lo perfecto que será de la máxima importancia respecto del concepto de bien; distingue lo perfecto en sí mismo (secundum se) de lo perfecto con relación a otro (per respectum ad aliud). Lo perfecto secundum se a su vez se divide en: 1º) lo que es universalmente perfecto, es decir, aquello que es máximamente perfecto sin que nada, absolutamente hablando, pueda superarlo en excelencia (lo que corresponde sólo a Dios); y 2º) lo que es perfecto respecto a un género de cosas determinado, es decir, aquello que no admite en su género u orden nada más excelente, aunque sí lo pueda haber en otro género u orden; por ejemplo, en el orden de las sustancias materiales, nada hay más excelente que el hombre.

En razón de la nota de perfección que lo constituye, el bien no sólo es amable sino también perfectivo respecto de algo que sea perfectible, es decir, respecto de algo que todavía no alcanzó su perfección pero que es capaz de alcanzarla; expresado en términos del binomio potencia-acto: algo es perfecto en potencia pero, para pasar al acto de su perfección, necesita de algo que sea ya perfecto en acto. De modo que algo puede ser amado porque es perfecto y porque es perfectivo respecto del amante. Y se trata de dos amores específicamente distintos que darán lugar a sendas amistades diferentes.

Se tienen así, delineados en forma harto esquemática, los principales datos nocionales del bien. Algo es bueno en tanto es perfecto, es decir, en cuanto está en acto; y la plenitud del estar en acto consiste, en definitiva, en la realización perfecta o acabada de la forma (entelejía). La bondad, pues, entendida como la razón formal de lo bueno (lo que hace que algo sea bueno), puede visualizarse desde dos extremos: en primer lugar, y principalmente, la bondad que se identifica con la perfección final o entelequia; y en segundo lugar, la bondad radical, que es el acto o perfección radical de un ente por el que se dice que una cosa existe en acto, en otras palabras, el acto de ser (esse ut actus).

Consiguientemente, aquello que sólo es íntegro o perfecto en un cierto sentido (v.gr. un ente que si bien existe, porque su forma sustancial está actualizada por el esse o acto ser, pero que no ha alcanzado su perfección última mediante la totalidad de los accidentes que le competen por su propia forma o naturaleza, o que tiene algún defecto), será también bueno sólo en un cierto sentido; en la terminología escolástica se dice que es bonum secundum quid. En cambio, lo que según su orden entitativo es plenamente perfecto (v.gr. la sustancia determinada por la totalidad de los accidentes que le competen como perfección propia) se dice que es buena a secas, sin ninguna restricción (bonum simpliciter loquendo)[12].

Lo que es bueno en sí mismo (bonum vel perfectum secundum se) es fin; lo bueno en relación a otro (bonum vel perfectum per respectum ad aliud) es medio en tanto toda su bondad derive de su ordenación a lo bueno en sí. Bien en absoluto, fontal y separado es sólo Dios porque Él es el mismo acto de ser subsistente (ipsum esse subsistens); la criaturas, el hombre incluido, sólo son buenas por participación, en el orden y medida de su esencia finita.

V.- EL ORDEN DEL BIEN

En lo que se lleva dicho se encuentran los elementos y criterios esenciales del orden del bien, que constituye uno de los temas comunes a las diversas tradiciones platónicas, aristotélicas y cristianas. Pero hemos de hacer aquí una expresa aunque breve referencia a dos conceptos que permiten discernir -desde lo que podría considerarse la cláve de bóveda- esta grandiosa ordenación jerárquica del mundo: dignidad (’αξίωμα, dignitas) y autarquía (αυτάρκεια, perfectio).

La dignidad es el máximo valor relativo de algo que es bueno secundum se. Por ejemplo, Aristóteles llamaba axiomata a los primeros principios, y los traductores latinos medievales y Santo Tomás, dignitates. Es claro, entonces, que el orden de la dignidad sigue al orden del bien. Y así como el bien (y el ente) se dicen de muchas maneras, pues se predican con analogía de cosas esencialmente distintas, así también el concepto de dignidad. Habrá pues dignidades ontológicas, epistemológicas, morales, etc., y conviene no confundirlas. Por ejemplo, la dignidad ontológica de un santo y de un rufián es la misma, pero no así su dignidad moral. En razón de la perfección de su naturaleza, un ángel, incluso un demonio, tiene una dignidad ontológica superior a la de todo hombre, por santo que sea. Pero la dignidad moral, aunque se funde en la ontológica, requiere como elemento formal específico el mérito; y por esta razón, un hombre, pese a su dignidad ontológica, puede caer en una profunda indignidad moral[13].

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