AUTARQUÍA, SOBERANÍA Y FUENTES DEL DERECHO[1]
di Félix Adolfo Lamas

3.- El sentido clásico del concepto de soberanía

3.1.- La palabra

La semántica de la idea que expresa la pretensión del poder político absoluto es muy antigua. Los griegos acuñaron la palabra autarjía[35] para designar la cualidad de absoluta de una autoridad. Un brocárdico romano, luego usado reiteradamente por los legistas medievales, atribuía al príncipe la calidad de ser solutus legibus[36], es decir, desvinculado de la obediencia a la ley. Se usó también la expresión summa potestas. Y digo pretensión, porque la realidad política, como he intentado demostrarlo en mi obra La concordia política[37], nunca puede desvincularse de los fenómenos de convergencia de la voluntad de los miembros de la pólis y de los condicionamientos históricos, físico-geográficos, culturales, sociales y económicos.

La palabra soberanía es un término abstracto que significa literalmente la cualidad de suprema de una autoridad, es decir, la supremacía de ésta. Y, aunque su origen dista de ser claro, parece que se puso de moda a partir de J. BODINO, cuando éste define al Estado por esta cualidad, y le asigna la propiedad de solutus legibus[38]. Su registro en el uso del pensamiento político contemporáneo es tan amplio como varias son las corrientes doctrinarias o ideológicas.

Del marasmo de sentidos que ha llegado a adquirir este término, selecciono como principales los siguientes:

a) En el orden internacional, por soberanía se entienden dos cosas: 1°) la independencia de un Estado, reconocida por la comunidad internacional; 2°) el poder supremo de iure que el Estado tiene sobre un determinado ámbito geográfico o de materias; se habla, así, por ejemplo, de la soberanía sobre un territorio, proporcionalmente a lo que sería el dominio en el Derecho privado, por oposición a la mera supremacía territorial (proporcionalmente a lo que en el Derecho privado sería la posesión).

b) En el orden político interno del Estado, a su vez, la soberanía parece equivaler 1°) a la capacidad de darse una forma jurídica autosuficiente; 2°) a la supremacía del poder (potestas) o autoridad estatal respecto de la autoridad de los grupos sociales infrapolíticos; 3°) a la legitimidad de la potestas regendi.

3.2.- La “suprema potestas in suo ordine”

La soberanía, en su sentido originario y literal, designa el carácter supremo de una potestas regendi, y de esa significación, se deriva hasta llegar a considerarla una propiedad del Estado o de la pólis.

Dice SUÁREZ: “Una potestad, se llama suprema, cuando no reconoce una superior, pues el término supremo denota la negación de otro superior al que tenga que obedecer aquél de quien se dice que tiene la potestad suprema. … La potestad civil propiamente dicha de suyo se ordena a lo que conviene al Estado y a la felicidad temporal de la república humana para el tiempo de la vida presente, y por eso se llama también temporal a esta potestad. Por lo cual, la potestad civil se llama suprema en su orden cuando en ese orden, y respecto a su fin, es a ella a quien se recurre en última instancia en su esfera -es decir, dentro de la comunidad que le está sujeta- , de modo tal que de tal Príncipe supremo dependen todos los magistrados inferiores que tienen potestad en dicha comunidad, o en parte de la misma; el Príncipe que tiene la potestad suprema, en cambio, no está subordinado en orden al mismo fin del gobierno civil”[39].

La expresión potestas regendi es de suyo de mucho interés, y merece un mínimo análisis.

La potestas es un poder moral de superioridad o mando[40]; moral por oposición a físico[41]; es decir, se trata de una autorización o habilitación racional, que tiene un objeto -lo que puede ser o es objeto de mando u obligación- el cual, a su vez, se determina racionalmente en función de un fin. Toda potestas es para algo. Y en ese para algo o fin radica el principio del límite de esa potestas, límite formalmente constituido por el Derecho y la ley. La potestas regendi es la potestad de Derecho público, y principalmente es la autoridad dotada del poder de legislar y gobernar[42]. La Potestas regendi, pues, está ordenada al bien común o fin de la comunidad, que no es otra cosa que la perfección (plenitud actual) de la vida humana social o la misma vida social perfecta[43], como ya hemos dicho.

El acto propio de esta potestas es el mando o imperio, es decir, es la transmisión de una idea práctica, mediante el pensamiento y el lenguaje, cuyo efecto inmediato primario es obligar y, de ahí, secundariamente, facultar o permitir. El imperio, a su vez, es un acto que si bien emana inmediatamente de la razón práctica, tiene fuerza moviente por la voluntad previa[44]; voluntad del fin (o intención) y voluntad respecto de los medios (o elección). De ahí que toda norma implique al menos dos enunciados estimativos previos: una estimación del fin como bueno (el bien común o algo incluido en el contenido de éste), y una estimación del medio elegido (que puede incluir, por lo general, además, un juicio de preferencia). Estimaciones éstas que tienen su correlato en los respectivos quereres de la voluntad. Y el resultado es el enunciado ordenador o imperante, que llamamos norma y que, cuando es general, cabe llamar ley.

3.3.- ¿Princeps solutus legibus?

¿Qué sentido verdadero -si lo tuviere- cabe atribuir al brocárdico “solutus legibus”? SANTO TOMÁS da un primer paso en la solución de esta cuestión. Distingue, por lo pronto, la fuerza directiva de la ley -en cuanto ésta es orden racional al fin-, de su fuerza coactiva[45]. La primera es de la esencia de la ley; la segunda, en cambio, es sólo una propiedad derivada.

En cuanto a la fuerza directiva -que he de designar como validez práctica-, la autoridad qui habet curam communitatis está sujeta a la ley natural, a la ley constitucional en virtud de la cual tiene legitimidad de origen, al fin al cual está ordenada la potestas, y en cierta medida a la ley misma por esa autoridad dictada, a la que sin embargo puede modificar o, en determinadas circunstancias de tiempo y lugar, dispensar. Con relación a la fuerza de la costumbre, conviene aquí considerar un punto que tiene una rancia solera en la tradición cristiana, a partir de SAN AGUSTÍN; se trata de la distinción entre un pueblo libre (libera multitudo) y uno que no lo es. En el caso de un pueblo libre, éste puede darse leyes a sí mismo, y de ordinario lo hace a través de la costumbre[46]; el gobernante sólo las dicta en tanto es gerente del pueblo, y no puede modificar la costumbre por sí mismo[47]. En cambio, en el caso de un pueblo que no es libre, la autoridad política, en principio, puede modificar la costumbre; pero el hecho de la existencia de ésta puede entenderse como una tolerancia de parte de la autoridad[48].

Con respecto a la fuerza coactiva, SANTO TOMÁS entiende que sí cabe atribuir al príncipe el ser legibus solutus, porque él no puede coaccionarse a sí mismo, y porque se presupone que posee la fuerza coactiva suprema. Sin embargo, cabe hacer dos acotaciones: de una parte, el propio Aquinate reconoce que la máxima fuerza coactiva de una norma consiste en la costumbre[49], de modo que ésta puede quitar fuerza social -vigencia- a una norma; de otra, debe tenerse en cuenta la rica doctrina acerca de las condiciones del alzamiento justo contra el tirano, elaborada por los grandes teólogos-juristas españoles, en especial SUÁREZ y MARIANA.

Nunca se puso en dudas, en la tradición clásico-cristiana, que toda potestas proviene de Dios[50]. Pero a la pretensión de una designación divina y directa de la autoridad, toda la Escuela Española contestó que la potestas política (o civilis) tiene su origen en Dios, pero no inmediatamente, sino mediante la ley y la misma respublica[51]. A lo que podríamos agregar; mediante el fin de la naturaleza humana, que opera siempre como principio último en su orden (temporal o supratemporal), y mediante la tradición, expresada en las costumbres e instituciones constitutivas de la sociedad.

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